Duelo del olvido
«Cómo pesan los recuerdos y cómo duelen las heridas». Se dijo Alejandra para sus adentros. Si bien lo deseaba, en ese momento, no podía borrar ese pasado que se agolpaba en su mente ni la historia con ese hombre que, en una época tanto amo, y que esta noche, después de tanto tiempo, lo volvía a ver. Ella lo miraba con compasión, pero con cierto odio. Por un largo tiempo mantuvo su mirada fija en él, y sin poder más, y con su voz a punto de estallar, salió apresurada del salón con la cabeza inclinada, con una mezcla de sentimientos encontrados que por más que trataba no le permitían mantener la compostura.
Ya en la calle, lejos de toda mirada intrigante, saco del bolsillo de su abrigo una cajetilla de cigarrillos mentolados, buscó con desesperación el encendedor entre un montón de cosas que siempre se decía que tenía que sacar del bolso porque no le hacían más que estorbo. En su búsqueda frenética, maldijo varias veces por cargar tantas pendejadas, y se prometió que lo primero que iba hacer cuando llegara a su apartamento era botar, de una vez por todas, todo lo que le sobraba. Tomó un cigarrillo y lo prendió; aspiró con ímpetu hasta sentir que un leve mareo inundaba su cabeza. Aunque era época de invierno, ella sabía que no era por el frio de la noche, sino por el frio de su corazón que su cuerpo y sus manos temblaban sin control.
«¡Te odio...! ¿Por qué me hiciste tanto daño? Si… si tú eras lo más preciado de mi vida. ¿Por qué…?», murmuró con dolor.
No quería recordar, pero tampoco lo podía evitar. Entonces..., con rabia maldijo haber vuelto a la ciudad, maldijo el hecho de estar a pocos metros del hombre que tantos sentimientos le despertaba en esos momentos. Sin ánimo, como si todo el peso del mundo cayera sobre ella, se dejó caer al suelo; de rodillas, lloró por ser tan desdichada, por no haberlo dejado atrás y por no poderlo perdonar. El pasado esta noche la alcanzó. Todas esas imágenes que durante muchas noches le robaron el sueño, se volvieron a revelar. Por un instante sintió, de nuevo, el olor a alcohol y a cigarrillo; el olor de una boca, maloliente, que le besaba el rostro, y que de forma desaforada buscaba su boca mientras ella le decía que se detuviera. Pero en ese momento nada valía, él estaba poseído por los instintos más bajos a los que puede llegar un hombre. Todo su mundo se derrumbó cuando sintió que su ropa fue rasgada por la brutalidad, y que de forma atroz fue penetrada una y otra vez. Su impotencia junto con su frustración y rabia se transformaron en locura, y como una mujer desquiciada, luchando por su integridad, estalló en gritos; gritos que nadie escucho porque de forma inhumana fueron callados por la violencia.
La luz del día nunca pudo borrar la fatídica madrugada de esa noche. Sobre aquella cama, que durante varios años fue decorada con muñecos que le recordaban su infancia, yacía la esbelta figura de ese ser tan inspirador, sumida en el dolor más profundo al que se puede condenar a una mujer. Sus sueños, sus creencias y su dignidad cayeron como hojas marchitas, arrebatadas y pisoteadas por la nefasta tormenta de la irracionalidad.
Los días ya no tenían esa magia de la cual disfrutó desde niña. Ahora todo era confusión y dolor; un dolor que no pudo soportar por mucho tiempo, y con una ferviente decisión de no aguantar más tal martirio, se fue de la casa buscando alguna salida para olvidar. Pero desafortunadamente el destino la confrontaba esta noche, de nuevo, con esa gran tristeza y ese gran desafío del perdón. Sus lágrimas fluían acompañadas por un suave sollozo.
Su ansiedad se manifestaba por la forma de fumar.
«Sé que no es nada fácil. Pero tienes que ser fuerte. Yo necesito de tu fortaleza» le dijo la mamá llorando. Alejandra la abrazó y le respondió: «te amo con todo mi corazón, sin embargo, no puedo acompañarte. Vine porque es algo que necesitaba hacer. Sólo le pido a mi Dios que me dé la fortaleza y el amor necesario para hacer lo correcto». Luego volvió a entrar a aquel lugar. Se acercó al hombre, y con lágrimas en sus ojos le dijo: « La verdad no sé si dios perdona lo que me hiciste aquella noche; tal vez algún día lo sepa. Y aunque no quiera, no puedo evitar sentir dolor. Como la muerte parece un dulce sueño, quiero creer que me escuchas. Quiero que sepas que ya no te odio, así no entienda por qué un padre puede llegar a hacerle daño de esa forma a una hija». Luego, ella se quedó por un momento mirando al hombre que una vez amo, después odio y esta noche había perdonado. Después salió sin poner cuidado a tantas personas que buscaban darle el pésame; mientras su madre se preguntaba por qué su hija se iba, y por qué había cambiado tanto desde que se había ido de la casa. No sabía la razón de eso. De seguro es un gran secreto, pensaba ella, como muchos de los que suele guardar el corazón de una mujer.
DARÍO CABRERA
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